No
puedo decirlo de otra forma debido a mi sensación de sorpresa y frustración: qué mierda puede llegar a ser el mundo en
que vivimos. Lemmy ha muerto. Y con esto podemos decir muchas cosas acerca
del eterno líder de Motörhead y les
aseguro que las iremos mencionando en la crítica, pero la más importante es que una parte vital, señorial e imperial del Rock/Metal ha muerto. Es que aún no
caigo en el hecho de que el hombre haya desaparecido; pero aquí, en mi rol de
escritor de esta música que tanto amo, he de hacer un tributo a la altura de
semejante personaje en una reseña de mi álbum favorito de su carrera, Orgasmatron.
Ha
muerto Lemmy Kilmister y, como se podía esperar, todo el mundo parecía tener
tatuado el logo de la banda en la nalga derecha, guiándome por lo que he leído
por el internet. La naturaleza de la sociedad en la que vivimos es vulgarizar
la muerte y convertirla en una forma en que las personas traten de
vanagloriarse del deceso del mismo como si hubieran sido aficionados del músico
de toda la vida; es algo bastante común, pero en el caso de un personaje tan
singular y amado por el género como Lemmy, molesta mucho más. Está bien homenajear a una leyenda de esta
envergadura porque los mayores reconocimientos y acólitos deben estar a la
orden del día para un crack absoluto como Lemmy, pero debe hacerse desde la
sinceridad del que homenajea. Yo nunca diré que soy un fan absoluto de Motörhead, que me sé todas sus canciones
y que si me colocas un pasaje instrumental de cualquiera de ellas, te la
identifico en tres segundos. No, no lo soy y, francamente, probablemente nunca
lo seré. Pero sí disfruto con la banda y
habría que ser obtuso (o por descarte, un imbécil) para menoscabar y/o
ningunear la importancia avasalladora de Lemmy en el mundo de la música: un
hombre que hizo lo que quiso, vivió como quiso y logró lo que quiso. En
pocas palabras, Lemmy debería tomar una frase del protagonista de la película Airheads, donde por cierto hace un breve
cameo, que es, por decreto, absolutamente suya: “Yo soy el Rock & Roll”.
Amén.
La
vida de Lemmy fue la vida de Motörhead y
cada encrucijada que vivió con la banda la superó con estilo, señorío, cojones
y, más importante aún, música. En el ’86, rodeado de niñatos que habían
aprendido de él y que ahora pensaban que podían destronarlo como el amo de todo
lo sucio y extremo en el Metal, se
patentó un trabajo ominoso, monolítico y legendario. Orgasmatron es, a mis ojos,
el punto más alto de Lemmy como músico y la representación absoluta de lo que
fue este hombre. Aquí, para ustedes y la memoria de Lemmy, mi crítica del
magno trabajo del hombre del creador de Snaggletooth.
Los
tiempos, a mediados de los 80s, habían cambiado para Lemmy Kilmister y sus
inoxidables Motörhead. Luego de la
publicación de su injustamente denostado Another
Perfect Day –un álbum fresco, melódico y que los mostraba en una faceta
algo diferente con Brian Robertson, de fama Thin
Lizzy, en las guitarras- en el
’83, la agrupación inglesa se tomó un pequeño periodo de descanso para
replantearse qué querían hacer y cómo lo iban a hacer; pero esto resultó en un éxodo masivo de los compañeros de Lemmy,
dejando a éste totalmente solo para la producción de su siguiente trabajo en un
mundo musical que había transmutado mucho desde la formación de la banda a
mediados de los 70s. El oriundo de Burslem supo hacer frente a un escenario
tan funesto como éste –cualquiera que haya estado en una banda sabe lo difícil
que es continuar cuando todos tus compañeros desertan- y facturar un trabajo
compacto y soberano como el Orgasmatron en
1986.
Hablar
de Motörhead es hablar de una de las
agrupaciones más importantes en la música Rock/Metal
por el hecho de que casi cualquier banda que haya salido luego que la de
Lemmy ha sido influencia por ésta y su propuesta, que en la superficie parece
no haber cambiado pero sí lo ha hecho de formas sutiles e importantes, ha sido
clave para cambiar el panorama metalero para siempre. El Metal en su vertiente más
extrema le debe mucho al sonido corrosivo, cruento y opresor de éstos
motociclistas en ácido y su impronta derivó, a corto plazo, en el nacimiento
del Thrash Metal en cuanto a
conceptos de velocidad y suciedad sonora se refiere. Así que como dije en
el primer párrafo, los tiempos habían cambiado para Lemmy y sus huestes porque,
a mediados de los 80s, grupos como Venom,
Slayer, Metallica, Voivod, Celtic Frost, Kreator o Bathory estaban
a la orden del día y representaban una modernización, si lo prefieren, del
sonido que ayudó a acuñar y a establecer el oriundo de Inglaterra, por lo que
la separación de los músicos que constituyeron el Another Perfect Day no pudo haberse dado en un mejor momento porque
supuso una oportunidad como ninguna otra para que Motörhead “reviviera” –un eufemismo un tanto errado porque el
trabajo del ’83 ostenta una calidad importante- con una nueva alineación y un
sonido más refrescado, si lo quieren poner de esa forma.
Así
que afuera Philty Animal Taylor en la batería y Brian Robertson en la guitarra
para dar paso a Pete Gill, anteriormente de Saxon, en las baquetas y Phil Campbell
(quien permaneció en la banda hasta su inevitable final) y Michael Burston,
mejor conocido como Würzel, en las seis cuerdas. Luego de trabajar un par de
canciones en el fantástico y ahora legendario compilatorio de No Remorse –donde crearon ese himnazo de
la banda llamado Killed By Death- en
el ’84, la nueva encarnación de Motörhead
se alzó de su trono como un rey enfurecido que saldría a conquistar nuevos
reinos. Había pasado mucho tiempo y su mascota, la genial Snaggletooth, tenía
hambre de almas bastardas que manchan este mundo desde tiempos inmemorables
–sólo hay que ver cómo está en la magna portada del álbum para saber que
estamos ante algo grande.
El año ’86 fue un año para los
grandes y los eternos, así que Lemmy y sus muchachos no iban a ser menos ante
la muchedumbre que llamaban competencia; era tiempo de Motörhead y tiempo de rockear como solo lo sabían hacer estas
leyendas. Escuchen cómo Snaggletooth se nos aproxima como un
tren bala asesino de puro Metal. ¿Lo
vas a tomar o vas a morir en el intento? Con estos tipos, no hay término medio,
nene.
Siempre
fueron de dejar en claro sus intenciones y el riffeo Heavy de Deaf Forever no
sumergen en el mundo musical de suciedad, barbarie y carisma de los Motörhead en lo que es, para mí, el
mejor momento de sus carreras. Los riffs de Campbell y Würzel son fenomenales y
Lemmy se muestra ganchero en su voz como pocas veces y entona esas letras de
guerra, batalla y caos con una calidad inusitada. Lemmy nunca fue un dotado como vocalista, pero sabía hacer a un tema
suyo y se erigía como una voz que podías distinguir hasta en una cueva en
Afganistán envuelto por el sonido de la balacera. El estribillo es la joya
de la corona de un tema que de por sí es bestial: directo, majestuoso y una
forma de hacernos saber de que han vuelto por todo lo alto. “Nadie sabe, amigo o enemigo, si el Valhala
yace más allá de la tumba”.
Recordando
a los tiempos del Ace of Spades, pero
dotados de una producción más portentosa y una composición más embrutecida, Nothing Up My Sleeve es, junto a la
primera y un par más de este trabajo, de mis canciones favoritas del grupo con
esa velocidad atronadora característica de la banda y un bajo de Lemmy que
suena devastador en consonancia con un trabajo finísimo y rebosante de calidad
del binomio Campbell/Würzel. Hablando de
desamor con esa pizca de picardía, actitud y cojones de los ingleses, Aint’ My Crime se muestra con la misma
intensidad del tema previo, pero con mucha participación de Gill en las
baquetas con unos ritmos avasalladores y un Lemmy soberano en el micrófono.
Me gustan mucho esas partes de guitarra al final de la canción y cómo parece
despedirse del oyente a su manera tan de la banda.
Claw es
más brutalidad y un testimonio a la potencia sonora de unos británicos moteros
que se hallaban en pleno estado de gracia; si antes sonaban agresivos, ahora
suenan como si les hubiera inyectado un ataque de rabia –solamente escuchen los
alaridos de Lemmy en la canción para que entiendan y disfruten la intensidad
con la que operaban en esta obra. La
grandeza y lo brillante de este álbum –y lo que lo diferencia de lo que había
hecho el grupo hasta el momento- es lo poderosamente directo que es; aquí no se
dejan nada resguardado y dan el todo por el todo. ¿No me creen? Mean Machine es un trallazo de antología
y que muestra que estaban poseídos por alguna criatura infernal que los
obligaba a tocar este Speed Metal de
clase mundial.
¿Qué
más nos ofertan nuestros muchachos en el resto del álbum? Pues tralla, tralla y
más tralla, señores. Como si de una hecatombe se tratara, Ridin’ With The Driver –la canción que me presentó el trabajo y
que, curiosamente, iba a ser el título original del álbum- es una devastación
hecha por guitarras, bajo, batería y vocales. Una de las canciones más rápidas
de su repertorio con un Gill endemoniado y, una vez más, una labor soberana de
Campbell y Würzel en las guitarras. Ninguna canción me parece mala o
descartable en este trabajo, pero he de decir que Doctor Rock me parece la menos buena de todo el álbum y aún así
ostenta un muy buen riff y una gran actuación de la banda, en general.
Y
llegamos al momento cumbre, dentro de lo que cabe. Si la grandeza de Motörhead ya estaba fuera de discusión,
el tema título, la sempiterna Orgasmatron,
se planta como una figura seminal del género con su estructura hímnica y sus
letras de caos, mentiras, guerra y mitología envueltas en una prosa tan certera
y efectiva de Lemmy que, aunque no es tan reconocido en ese aspecto, lo hacía
tan buen letrista. El riff es ya legendario y los ritmos de la canción son
atronadores al igual que gancheros. Es
un clásico de la banda y del género que sonó, suena y seguirá sonando hasta los
fines del espacio y el tiempo como la prueba fidedigna de una agrupación que
apareció, influyó a miles e hizo lo que deseaba sin necesidad de polémicas o
sin ser tan ostentosos –Orgasmatron,
canción y álbum, es la representación máxima de lo que es el grupo y sus
idiosincrasias, a mi criterio.
Con
la publicación de este álbum, los de Lemmy volvieron al mapa mediático del Metal, pero no se trataba tanto de
sobresalir o de hacer un álbum de retorno para llamar la atención, sino para
permanecer y seguir a lo suyo. De todo lo que fue (y es) Lemmy y todo lo que
fue su carrera, un servidor se queda con su música y con eso: esa sensación de
que nunca estuvo sujeto a ningún sistema o a ese deseo que parecemos tener
todos de grandeza, cuando todo lo que este hombre en realidad quería era
componer una buena canción, beber y acostarse con la mujer que deseara. Nunca polemizó mucho en el tema de las
modas musicales y nunca ninguneó a un compañero o estilo de Rock/Metal nuevo
que saliera para llamar la atención; tenía mucho estilo para eso y dejaba que
su música hablara por él. Murió y dejó una carrera musical que es una
representación absoluta de lo que fue: la idiosincrasia del rockero clásico a
su máxima expresión.
Como
dije al principio, no voy a fingir que soy el mayor fan de Motörhead o que vivía todos los días escuchando sus trabajos; pero
lo importante es rendir tributo a una figura que dio mucho por el género y que
realmente vivió todo lo que nosotros hubiéramos deseado vivir. Como Lemmy no
habrá otro; se ha vuelto parte de la extensa mitología del Rock como uno de sus más ilustres bastiones. Ahora marchará al
templo en el más allá de los músicos, con su bajo en la mano izquierda y su
Jack Daniels en la derecha, y se acercará a Dio, Dimebag y su antiguo
compañero, Philty Animal Taylor, para decirles con su voz destrozada tan de él “entonces,
¿me reservaron un puesto?”. Qué jam deben
estar teniendo en estos momentos, señores.
Gracias
por todo, maestro. Eres y siempre serás el puto Rock & Roll.
Rust In Peace, Lemmy.
1945
– 2015
“For
I am Mars, the God of war, and I will cut you down.”